Verano del 91. Un descapotable, una moto o una furgoneta y 4.000 kilómetros de asfalto por delante. El objetivo, cruzar Estados Unidos y una foto con una mítica señal azul, roja y blanca: Route 66. Un año antes, el Congreso había aprobado una ley reconociendo la madre de todas las carreteras como un símbolo del pasado estadounidense, del viaje constante y del sueño de buscar una vida mejor.
¿Por qué una carretera entre Chicago y Los Ángeles se convierte en un icono de un país y uno de los destinos de road trip más deseados? La historia, ya os adelantamos, tiene mucho que ver con la conquista del oeste, tormentas de arena de proporciones bíblicas, la Gran Depresión, los cambios de un país que todavía añora los tiempos sencillos y el despertar de la industria del automóvil.
Los orígenes de un mito
Cuando los europeos pusieron pie en Norteamérica, las poblaciones nativas llevaban miles de años siguiendo las mismas rutas a través de las planicies de lo que hoy es Oklahoma, Texas y Nuevo México. Españoles, franceses e ingleses recorrieron los mismos caminos, labrados con insistencia por hombres y caballos. A mediados del siglo XIX, un teniente del ejército llamado Edward Beale utilizaba aquellas rutas para construir una de las primeras líneas de ferrocarril, entre Nuevo México y California.
Eran tiempos de fiebres del oro y de la conquista del Oeste; y el tren era su gran aliado. Sin saberlo, Edward Beale estaba dibujando el primer trazado de la carretera 66, como explica Arthur Krim en su libro Route 66: Iconography of the American Highway. A finales de siglo, el tren ya era el método de transporte más popular para cruzar las grandes llanuras de Norteamérica. En torno a las vías, habían surgido multitud de tiendas, pensiones y atracciones varias. Pero el dominio de la máquina de vapor no duró demasiado.
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