En las noches oscuras, el plancton bioluminiscente brilla en las aguas de bahía Solano y se pesca mejor carnada. Pero cuando hay luna, los peces que no aceptan el destino de convertirse en cebo se esconden. Aun así, los locales salen igual al mar. Cargan sus lanchas de pequeños animales que luego usan para atraer a otros más grandes. Mocho y Chamaco forman equipo desde que se acuerdan. Son diestros con el bote y con la línea de mano, una técnica artesanal que consiste solamente en un rollo de sedal y un anzuelo. Su fuerza y su habilidad hacen el resto. Así, llegan a levantar del agua atunes de más de 70 kilos.
Cuentan que hubo un tiempo en el que la pesca era más bien escasa y las lanchas tenían que adentrarse en el Pacífico para volver con alguna captura de valor. Pero en la región colombiana del Chocó, los años en los que las grandes compañías esquilmaban los recursos marinos han quedado atrás.
El Chocó, en Colombia, es uno de los lugares más húmedos y lluviosos del planeta. Ubicado al sur del tapón de selva infranqueable del Darién, su población la forman afrocolombianos descendientes de esclavos, indígenas y colonos mestizos llegados de otras regiones del país. Su costa está salpicada de manglares espesos y playas kilométricas. Su mar esconde ballenas, tiburones y tortugas, y un vergel pesquero que aprovecha las frías aguas del Pacífico, cargadas de oxígeno y nutrientes.
La pesca tradicional ha sido el sustento de las poblaciones costeras durante generaciones. Merluzas, atunes, jureles y pargos se agolpan a poca distancia de la tierra, tal como señalan los datos de los atlas marinos de MarViva. Las prácticas poco sostenibles, las actividades ilegales y el trabajo industrial llegaron a dejar los recursos bajo mínimos, amenazando el equilibrio de los ecosistemas y de los pueblos que vivían de ellos.
“Dejábamos los espineles [un arte de pesca] calados por toda la costa y los industriales, arrastrando sus camarones, se los llevaban. Los barcos atuneros también nos causaban problemas. Arrasaban con todo y contaminaban las aguas cuando eliminaban el exceso de combustible”. Luis Emilio Medina, del municipio de Bahía Solano, recuerda las dificultades de los primeros años 2000.
Entonces, la respuesta ya estaba en marcha. “Al principio, los únicos que tenían voz ante el Estado eran los industriales. Ellos decían que generaban riqueza. A nosotros no se nos escuchaba. Poco a poco, gracias al conocimiento científico y a la conciencia de la comunidad, logramos una voz”, explica Luis Alberto Perea, Lucho, líder comunitario y presidente del Grupo Interinstitucional y Comunitario para la Pesca Artesanal (GICPA). El nacimiento de este grupo en 1998 fue el primer paso oficial en la reconquista del espacio costero. Hacía pocos años que una nueva Constitución en el país había dado alas a la participación ciudadana. Y una ley había reconocido de forma especial a las comunidades indígenas y afrodescendientes.
“Si a mí me dan derecho a participar, pues participo”, recalca Óscar Saya, miembro de la Mesa de Ordenamiento Ambiental de Nuquí (otro municipio del Chocó), rememorando los inicios de las demandas ambientales. “Los pescadores industriales venían haciendo su faena de una forma desordenada. Había disminución de las especies y también conflictos. Era una competencia desequilibrada”.
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